Por: Aquiles Córdova Morán

 

En 1947, Grecia se hallaba ocupada por el ejército británico y sumida en una crisis de subsistencia, de falta absoluta de reconstrucción de los destrozos causados por la ocupación alemana y de falta de desarrollo económico como consecuencia del quid pro quo entre Stalin y Churchill: los Balcanes para Gran Bretaña a cambio de la estabilidad de Europa Oriental para los soviéticos. La crisis catalizó la unidad de liberales, socialistas y comunistas para luchar juntos en contra del gobierno ultraderechista de Konstantinos Tsaldaris, impuesto y sostenido por los británicos.

 

La gravedad de la crisis obligó al gobierno británico a declararse impotente frente al empuje de los rebeldes, entre otras razones, por la dura crisis económica que su país atravesaba en ese momento, y a solicitar a Estados Unidos que se hiciera cargo de la situación. El presidente norteamericano, Harry S. Truman, aceptó la oferta y, el 12 de marzo de 1947, en un discurso ante el Congreso de su país, planteó por primera vez con claridad su idea de que “Estados Unidos debe tener por norma ayudar a los pueblos libres que se resisten a los intentos de subyugación por parte de minorías armadas o de presiones externas”. En otras palabras, proponía una política de intervención abierta y directa en cualquier país que intentara una lucha de liberación nacional e impidiera toda ayuda internacional. 

 

Este discurso, conocido como “La doctrina Truman”, es considerado por muchos historiadores como el primer paso para convertir la guerra fría en una cruzada mundial en contra del comunismo. También hay acuerdo en que el primero en poner plenamente en práctica la “doctrina Truman” fue Dwight D. Eisenhower, el sucesor de Truman en la presidencia. En efecto, fue bajo su régimen que surgieron los principales conflictos de la posguerra: la lucha por el petróleo de Irán; el derrocamiento de Jacobo Árbenz en Guatemala; la batalla de Dien Bien Phu y su continuación en la guerra de Vietnam; la guerra en Indochina; la agudización de la disputa con China por la isla de Taiwán; la revolución húngara instigada y financiada por la CIA; el enfrentamiento con Gamal Abdel Nasser por el control del mundo árabe; la guerra por el canal de Suez, por El Congo y por Laos; la intensificación de la carrera nuclear y el conflicto de Berlín, entre otros. La guerra fría desplegada en toda su dimensión y alcances. 

 

Sin embargo, uno de los primeros pasos de esta política en América Latina ocurrió todavía bajo el gobierno de Truman. En septiembre de 1947, Estados Unidos convocó a una reunión en Río de Janeiro, Brasil, a 19 Estados latinoamericanos, para discutir y aprobar en su caso, bajo la batuta norteamericana, el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, el TIAR, mejor conocido como Tratado de Río en honor a la ciudad donde nació. Grosso modo, el TIAR, de duración indefinida, estableció la defensa colectiva de todos los países del continente americano contra cualquier agresión, incluso la de un miembro signatario del tratado. Era la aplicación simple y llana de la “doctrina Truman” disfrazada bajo un lenguaje de solidaridad y defensa recíprocas. Un año después, en abril de 1948, el TIAR amplió sus funciones incorporando la de resolver, mediante negociaciones pacíficas, cualquier conflicto entre sus miembros para evitar que llegara al Consejo de Seguridad de la ONU, salvo en caso de que fracasara la negociación. De este modo, Latinoamérica pasó a depender de los intereses y la autoridad arbitral de EE.UU. eludiendo así la autoridad del organismo mundial. El TIAR ampliado se convirtió en la OEA, que nació en la Novena Conferencia Internacional de Estados Americanos, celebrada en Bogotá, Colombia. Así, la OEA es engendro de la “doctrina Truman” y, por tanto, instrumento de la lucha imperialista por sus intereses continentales y mundiales. Es un recurso de unificación coercitiva y de control absoluto de los países latinoamericanos para mejor usarlo como arma de la guerra.

 

Un brevísimo recuento de la historia sangrienta de la OEA demuestra lo dicho. El derrocamiento de Jacobo Árbenz en Guatemala, en 1953; la abierta protección de los bandidos e ineptos que lo sucedieron en el gobierno de este país; la intervención armada en Panamá, la expulsión de Cuba y la invasión de Bahía de Cochinos; el bloqueo de 60 años a la isla contra toda razón y derecho; la imposición de dictaduras militares tan “democráticas” y “humanistas” como la de Pinochet, en Chile; la de Videla, en Argentina; la de Stroessner en Paraguay; la de los gorilas en Brasil; el apoyo a los gobiernos corruptos y antipopulares en toda Latinoamérica en el siglo pasado; la imposición de la globalización neoliberal a nuestros pueblos para explotarlos mejor y el aval “moral” para expulsar a Evo Morales del gobierno de Bolivia, no permiten la duda razonable. 

 

Hoy, la coyuntura creada por el gran desafío que representa la acción militar de Rusia en Ucrania para frenar en seco el avance de la OTAN y las ansias de dominio mundial del imperialismo norteamericano, lo están obligando a una apresurada recomposición de sus fuerzas e instrumentos de control sobre el “mundo libre” para enfrentar al audaz enemigo, y es esto lo que explica su renovado interés por la OEA, la decisión de aflojar un poquito el cerco a Cuba y a Venezuela. Es el verdadero objetivo de la ya “famosa” Cumbre de Los Ángeles, algo semejante, mutatis mutandis, al interés que en su momento los llevó a crear, primero el TIAR y luego la OEA. 

 

Los pueblos latinoamericanos deberíamos estar muy claros de las causas que generan y determinan la coyuntura mundial que tiene al imperio contra las cuerdas y que lo obliga a volver los ojos hacia nuestros países, ponernos rápidamente de acuerdo en cómo debemos aprovecharla de la mejor manera y sacarle el máximo provecho sin avorazarnos, pensando en el progreso de nuestros países. Haríamos muy mal si nos dejásemos guiar por los sembradores de quimeras, por los colaboracionistas disfrazados de opositores al imperialismo que se han apresurado a sermonearnos de que llegó la hora de la verdadera unidad y hermandad de toda América, pero, eso sí, encabezados por el presidente Biden, en el que dicen tener plena confianza.

 

    No hay manera de saber con certeza si se trata de simple tontería, de una manifestación de ignorancia supina en materia geopolítica, o de una refinada y artera maniobra de los órganos de inteligencia norteamericanos para uncirnos al carro de los causantes de nuestra pobreza y subdesarrollo. Sea lo que sea, lo cierto es que, en los hechos, es el mejor camino para un mayor sometimiento y falta de libertad de nuestros pueblos; una ruta extremadamente resbaladiza y peligrosa para todos, pero en particular para los países que realmente encabezan la lucha por la independencia y la prosperidad económica de nuestra América española, los blancos preferidos del odio y la sevicia de la reacción mundial: Cuba, Nicaragua y Venezuela (por lo pronto).

 

El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, se ha convertido, por autodesignación y decisión propia, en vocero y “defensor” de lo que, a su juicio, Latinoamérica necesita en este momento. “Es el momento de un gran viraje, de iniciar una etapa nueva en las relaciones de los países de América (…) y solo lo puede hacer el presidente Biden…” “No es nada fácil, son cuestiones muy complejas, porque son cambios de políticas viejas que datan de más de dos siglos y que se alentaron con la guerra fría, pero tenemos que relacionarnos de manera distinta. Hay que hacer a un lado la confrontación y la guerra. Buscar una relación de amistad entre los pueblos” (EL FINANCIERO, 19 de mayo).

 

López Obrador no explica, sin embargo, qué factores reales son los que determinan este “momento de un gran viraje”; afirma, como un predicador de escasas luces, el lugar común de que “tenemos que relacionarnos de otra manera” y “hacer a un lado la confrontación y la guerra”, pero no argumenta racionalmente por qué cree que esto es posible, además de deseable, precisamente ahora. Todo queda, entonces, en un recitado de buenas intenciones, y ya se sabe: de buenas intenciones está pavimentado el camino del infierno. Pero lo más sorprendente es su afirmación de que el gran cambio que predica “solo lo puede hacer el presidente Biden”. Esto suena tan lógico como decir que la liberación del rebaño victimado por el lobo solo lo puede hacer el lobo mismo. Que él confíe plenamente en el presidente Biden es su derecho, pero con eso no prueba nada ni obliga a nadie a pensar lo mismo que él. Y todavía queda pendiente la cuestión de si lo que él defiende es realmente lo mejor que podemos esperar de la actual coyuntura o si es pura falta de inteligencia y de audacia para aprovecharla mejor.  

 

La turbiedad del cuadro se refuerza con otros movimientos inexplicables y contradictorios en la política exterior del presidente mexicano. “Europa urge a firmar acuerdos con México y Mercosur ante pujanza de China”. La Agencia EFE informó: “…la comisión europea defendió este jueves la necesidad de ratificar cuanto antes los nuevos acuerdos de asociación del bloque con México, (que) incluye a los países del Mercosur dado el «contexto político» actual derivado de la guerra rusa en Ucrania y el aumento de la influencia china en Latinoamérica”. “…el presidente del SEAE (Servicio Europeo de Acción Exterior) avanzó que una delegación de «alto nivel» de la Secretaría de Relaciones Exteriores (de México) visitará Bruselas la próxima semana” (ForbesMéxico, 12 de mayo). Es decir, que el gobierno de México participa intencionalmente en la tarea de fortalecer al capital mundial para combatir mejor a sus “peores enemigos”, China y Rusia. Tenemos que preguntar, entonces: ¿Rusia y China son también los peores enemigos de México? Si es así, el presidente debería decirlo a todos los mexicanos para no embarcarnos a ciegas en un conflicto cuyo beneficio para nuestro país ignoramos.

 

“México está sufriendo un proceso de acercamiento político con los intereses de la OTAN, además de que sostiene alianzas comerciales con dos importantes de sus miembros: Canadá y EE. UU., calificó Alfredo Jalife Rahme. De marzo a la fecha se ha generado una serie de eventos geopolíticos que ponen en juego el alma de México y la orillan a definir si sus vínculos más significativos se orientan hacia Norteamérica o Latinoamérica” (Sputnik, 3 de mayo). Los eventos a que alude Jalife son: la militarización de nuestra frontera sur y las presiones de Washington para sumarnos formalmente, o al menos de facto, a la OTAN. Ariel Noyola Rodríguez publicó en el portal RT del 19 de mayo: “México es el anfitrión de un ejercicio militar del Comando Sur de EE. UU. con el aval de López Obrador”. Esto “es la señal inequívoca de un alineamiento con respecto a la política de seguridad de Washington en el hemisferio”. Y mientras tanto, el presidente López Obrador juega al opositor visionario “exigiendo” que Cuba, Nicaragua y Venezuela sean invitados a la Cumbre de Los Ángeles o, de lo contrario, él tampoco asistirá. Como si de esa invitación y de la asistencia del mexicano dependieran el futuro del planeta o siquiera el de los países excluidos. ¿Se trata realmente de pura ingenuidad o es una trampa refinada, urdida por la CIA, para confundirnos y desviarnos del camino correcto hacia nuestra liberación definitiva?

 

A mí me parece obvio que si América Latina quiere aprovechar la coyuntura actual, abierta a los pueblos del mundo por la valentía y el sacrificio de las tropas rusas que se han atrevido a hacer frente a la poderosa maquinaria mediática y bélica del imperialismo colectivo del G7 con las armas en la mano, lo primero que debemos hacer es sacudirnos de encima los órganos de control al servicio de Estados Unidos, que hoy se intentan revitalizar en la Cumbre de Los Ángeles; lo segundo es crear nuestra propia organización independiente, y, lo tercero, es ponernos de acuerdo sobre la agenda común para negociarla cara a cara, de poder a poder, con el imperialismo norteamericano. Esto implica, desde luego, hacer a un lado resueltamente las bagatelas ideológicas de López Obrador, cualquiera que sea su verdadero objetivo.

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