Una vez más México hace historia; otro 19 de septiembre que «retiembla en su centro la tierra al sonoro crujir del cañón». Lo dice el himno nacional mexicano, lo tenemos arraigado en nuestro símbolo patrio, en el mes de la independencia. Es México y como México, dicen, no hay dos.
Al paso del tiempo veo con diferentes ojos este fenómeno de los sismos; en 1985 lo vi con la mirada de un niño que, a tan corta edad, se topó de manera directa y cruel con este fenómeno de la tierra, en aquellos ayeres pensé que íbamos en un barco, que ese barco estaba atravesando una tormenta y que esa tormenta nos agarró, a muchos, muy temprano. Hoy día los veo con la mirada de un adulto que siente que tiene muchas responsabilidades, la de salvaguardar el bienestar del alumnado y la de una familia, un par de hijos, mujer, papá y hermano. Es otra mirada, otra visión muy diferente, quizá vaya en ese mismo barco de 1985, pero ahora el capitán soy yo.
México, la Ciudad de México se cimbró pasaditas las siete de la mañana «siete diecisiete para ser más exactos», con una intensidad de 8.1 grados y una duración de cuatro largos minutos «según los reportes»; todavía tengo el recuerdo de los edificios que se movían de un lado para el otro, el de mi madre hincada y con mi hermano en brazos implorándole piedad a dios en las alturas, sólo noté que ella veía al cielo con cara de terror y yo no entendía gran cosa.
Por fortuna no nos pasó nada, sin embargo, varios conciudadanos sí perdieron la vida ahí, entre ellos el gran Rockdrigo González, sólo por mencionar a uno de los casi 3200 «según la cifra oficial, aunque se calcula que fallecieron cerca de 20 mil personas».
Yo le decía a mi madre que parecía un capitán de barco, quizá por eso mi sala de lectura, ahora, se llama: «Un capitán de quince años», claro, también en honor a quien me volvió un ente lector, Julio Verne y de Rockdrigo, quizá también por eso me gustó, años después, el rock.
Muchas generaciones han pasado sin sentir un movimiento como el que sentimos el lunes pasado, otra vez en 19 de septiembre, pero ahora de 2022. Hace treinta y siete años «que median entre los años 1985 y 2022» no había WhatsApp, tampoco redes sociales; yo tenía en aquél entonces siete años «mi hijo ahora tiene cinco» y poco sabía a esa edad de sismos. En el año de 1995 me volvió a sorprender la fuerza de la naturaleza; era yo un joven rebelde, de cabello largo, enamorado; tenía muchos sueños, era rockero, empezaba a fumar y a beber, a escribir mis primeros textos y a leer con harta pasión y tener mis primeros escarceos sexuales con algunas mujeres, también era instructor comunitario del CONAFE; el temblor me agarró en Lagunitas, Comala.
Después del sismo de 1985 mis padres convinieron que lo mejor era venirnos a vivir a la provincia, quizá no sabían que en Colima temblaba igual o más que en el ahora extinto DF., ese 1995 «diez años después de volver a sentir la intensidad de la fuerza de la naturaleza», tardé muchísimo tiempo en comunicarme, y lo hice vía radio, con mi familia. Cuando al fin lo logré me enteré de que todos en casa estaban bien, yo también lo estaba, era encargado de los grupos de primaria: primero, segundo y tercero; mi compañero Sergio se encargaba de cuarto, quinto y sexto «Lagunitas es una comunidad harto grande», al saber que mi familia estaba bien, pude dormir tranquilo y me quedé en Lagunitas un tiempo, mientras el camino de terracería, entre el cerro, se restablecía para poder abrazar a mi mamá.
Cuando, en 1995, comenzó a cimbrarse el suelo, todos salimos caminando despacio a la cancha central de la escuela, los árboles se movían como si King-Kong fuera tras de nosotros dispuesto a atacarnos, parecían hechos de papel y se veía que cobraban vida, que sus raíces se convertían en pies y su follaje y ramas en manos y boca listos para devorarnos. Este sismo ocurrió el 9 de octubre a las 9:35 de la mañana, con una intensidad de 8.0 grados en la escala de Richter, los niños/as de la escuela del CONAFE acababan de llegar para iniciar las clases. Yo era su maestro. Guardé la calma y fuimos a un lugar seguro… la gente de la comunidad «todos hacían una gran familia con el mismo apellido», me ofrecieron un largo trago de ponche de zarzamora para pasar el susto «desde aquella vez no he probado otro igual». Aquella noche corrí el mejor de los caminos /dice García Lorca/ montado en potra de nácar sin bridas y sin estribos, ni nardos ni caracolas tienen el cutis tan fino, fue la noche del sismo ella era una mozuela y yo un maestro rebelde y rockerillo. Obviamente no puedo decir /por hombre/ las palabras que ella me dijo, pero un sismo de menos intensidad se registró en su epicentro y el mío, en un catre medio roído.
—El epicentro somos nosotros, —escuché que un chico de la Falcom gritaba en este nuevo movimiento telúrico que nos sacó de nuestra zona, de nuestro día a día para meternos, de golpe, en otra dinámica.
Acababa de llegar a mi oficina y estaba por responder un mensaje en el WhatsApp, cuando me senté en la silla giratoria, destapé el frasco para ponerme gel antibacterial, abrí la ventana del WhatsApp en mi computadora, me puse el gel en las manos con olor a lavanda regalo de mi maestra Lucy Gutiérrez, lo froté con fruición y empezó a crujir todo; al principio pensé que se trataba de la silla, luego me di cuenta de que no, que la tierra volvió a temblar desde su centro como dice nuestro lábaro patrio, establa temblando. Fecha fatídica. Ya casi siento que casi casi lo atraemos sin darnos cuenta ..
Salí a toda prisa a un lugar seguro o donde se indica que es un lugar seguro. Hace apenas unos minutos se había llevado a cabo un simulacro «a las 12:19». Sin embargo, ahora no era simulacro, era de verdad, era otro 19 de septiembre que gritaba iViva México, cabrones! Y dejaba sentir su furia para decirnos quién manda aquí. En México ya circula el meme que dice que acá somos bien cabrones porque hacemos simulacros con terremotos en vivo. No sé si ya estamos normalizando esto, pero ahora a septiembre le dicen septiemb/e, el santo del día 19 de este mes patrio es San Goloteo. No acaba de terminar agosto y ya circulan chistes sobre septiembre y sus movimientos telúricos. En fin.
Me agrupé con algunos compañeros, estudiantes, paseantes y demás, y esperamos a que todo pasara, sin embargo, su intensidad iba en aumento, lo que empezó como algo leve, en cuestión de segundos se intensificó. A vuelo de buen cubero y con varios terremotos en mi haber le calculé un 7.5 «como mis calificaciones en la secundaria, sin recordar que los puntos cinco suben a ocho».
En mi cubículo olvidé mi celular en el escritorio y, por supuesto, el cubrebocas.
Sin embargo, en cuanto pasó, regresé por él porque necesitaba saber cómo estaban Mirna, Ricardo, Santiago, mi papá, mi hermano… Cuando entré a mi cubículo, noté muchas cosas tiradas, quebradas, libros caídos, despaturrados, hojas, un vaso con agua, en fin, no reparé en ello, fui a lo que fui y traté de entablar comunicación con mi gente y estar lo menos posible ahí dentro. No hubo señal en mucho tiempo, tiempo que se me hizo eterno.
Ese lunes decidí ir yo por mi hijo, lo dejé en casa, con su mamá «que trae un dedo del pie lesionado que se fracturó o terminó de hacerlo gracias al esfuerzo de levantar al pequeño, cargarlo en vilo, salir de la casa medio corriendo para ponerse a salvo, durante el temblor, ni de las muletas se acordó». Tardé media hora en saber de ellos, por fortuna estaban bien, aunque el dedo de Mirna no. Con mi padre fue más complicado entablar contacto; pero cuando lo hice me dijo también que estaba bien, solo el susto, y vaya si no, todos/as sentimos ese miedo. Con mi hermano me comuniqué pasadas las dos de la tarde, estaba bien, la poca familia que nos queda en Colima, todos estábamos bien, asustados, pero bien.
En cuanto terminó el temblar, corrí a ver a mi alumnado: primer semestre bien, quinto semestre bien, séptimo semestre bien, tercer semestre no las encontraba, olvidé que se habían ido al módulo de cómputo y ahí estaban, a salvo, súper asustadas, pero bien.
Traté de calmar ciertas crisis de pánico, de ansiedad de ene cantidad de alumnos/nas, sean de letras, de periodismo, lingüística o comunicación. Profesores/as también se dieron a esa labor y abrazaban al alumno/a que entraba en crisis. Nadie se podía comunicar con nadie vía redes sociales ni por celular, la angustia se veía reflejada en los ojos de todos y cada uno. Fui con doña Carmen, de la cafetería, a preguntarle cómo le había ido.
—Corrí, mi niño, sólo corrí —me dijo entre asustada, blanca, con cara de preocupación y con el ánimo diferente al de todos los días.
Doña Carmen siempre me dice mi niño y en una ocasión me dijo:
—Oye, te debo decir maestro, ¿verdad?
Yo le dije que ella podía decirme como quisiera y que mi niño sonaba muy bien y ahora que mi madre está en el cielo, más, esas palabras siempre hacen falta, sonrió y me sigue diciendo así.
No supe si creerle a doña Carmen eso de que corrió, es una persona ya grande a la que veo que ya le cuesta trabajo moverse, pero en casos de emergencia como el que vivimos, eso pasa a segundo o tercer plano y quién sabe de dónde nos sale ese instinto de supervivencia y corremos, ahora sí y literalmente, por nuestras vidas.
En 2003 tampoco había WhatsApp, ni redes sociales, quizá empezaba el Facebook y ya teníamos correo electrónico. Ese 2003 fue la última vez que sentí, hasta este 2022, un movimiento telúrico tan fuerte. En aquellos ayeres era yo un casi egresado de la carrera de Letras y Periodismo de la Universidad de Colima. Ese día no fui a beber alcohol con mis amigos porque tenía una tesis pendiente por escribir. Llegué temprano a mi casa, ocho de la noche, me senté en una silla giratoria frente a la computadora para empezar a continuar tecleando mi tesis y hacer correcciones, fui por un vaso de agua a la cocina y lo coloqué por un lado, de pronto, al agacharme a encender el CPU de la máquina de la casa de mis papás, algo me sacudió y no logré hacerlo hasta que caí al suelo; me di cuenta entonces de que estaba temblando y salí de la recámara a ayudar a mi tía Coca a salir de la casa «que vivió casi toda su vida en una silla de ruedas» y no pude hacerlo, los movimientos eran tan fuertes que me iba para un lado y para el otro junto con mi tía, nos quedamos en el quicio de la puerta; afuera, los cables de la luz se estiraban tanto que pensé que la puerta de entrada era el mejor lugar hasta que todo pasara, antes de que aquellos cables se reventarán y cobraran vida por sí mismos.
El de aquella noche fue un movimiento telúrico de 7.6 grados, aunque algunos lo catalogaron hasta de 8.0, por su intensa duración, un minuto. Si el sismo del DF le cambió el rostro a la ciudad en aquél lejano 1985, éste, en Colima, ocurrido el 21 de enero de 2003 a las ocho y seis de la noche, puedo decir sin temor a equivocarme, que le cambió el rostro a nuestra Colima, a nuestro paraíso en la tierra. La cara del gobernador Fernando Moreno Peña al terminar de hacer su recorrido por la zona más afectada decía más que mil palabras, las imágenes eran devastadoras, esa noche no pudimos dormir. Casi nadie pudo hacerlo, se esperaba una réplica intensa… El gobernador declaró a Colima como zona de desastre, el centro de la ciudad prácticamente estaba irreconocible, varias colonias de tradición se vinieron abajo, por una semana se suspendieron las labores y yo con una tesis por escribir.
Posteriormente, se recopiló un libro con poemas, fotos y reportajes sobre este hecho, una edición que nos recuerda lo endebles que somos antes los embates de las fuerzas de la naturaleza. Y que da testimonio de un antes y un después. Deconstruirnos para volver a surgir.
VI
En 2017 volvió a crujir fuerte la tierra en otro 19 de septiembre, en aquella ocasión y en esta, casi casi fue a la misma hora; en el 2017 fue a las 13:14 horas y el de 2022 fue a las 13:05 de la tarde. El del 2017 su epicentro se localizó, vaya la redundancia, en la zona centro del país: recuerdo nuevamente lo que dice el himno nacional mexicano, «Y retiemble en sus centros la tierra».
El sismo del 2017 se sintió en la ahora CDMX, Puebla, Morelos «Axochiapan fue el epicentro del movimiento telúrico» y se dejó sentir en Guerrero, Chiapas, Oaxaca, Michoacán y Veracruz; a Colima no llegó su fuerza letal de 7.1 grados con una duración de un minuto con treinta segundos, la escuela Rébsamen se vino abajo y fue el año cuando Peña Nieto dijo que una vez él había sentido un temblor que no sintió nadie más, pobre Peña Nieto, pobre país y pobres todos nosotros.
El sismo de este 2022, en otro 19 de septiembre, tuvo su epicentro en Coalcomán, Michoacán, afectó a la CDMX, Hidalgo, Guerrero, Puebla, Morelos, Jalisco, Colima y el sur de Chihuahua, su intensidad fue de 7.7 «y casi le atino a mi predicción», con una duración entre un minuto y medio y dos.
¿Tres acontecimientos sísmicos en tres fechas iguales separadas por los años? Eso es cosa muy extraña pero así ha pasado. Por eso se dice todo lo que sale en los memes sobre nuestro país. Siento, como ya dije, que a veces ya lo atraemos por el pensamiento colectivo, puede ser. Cuando entré a mi oficina a recoger las cosas que el sismo derrumbó, lo primero que levanté del suelo fue mi casco de los Dallas Cowboys; las autoridades nos dijeron que nos podíamos ir a casa y así lo hice, aunque me esperé, salir todos, al mismo tiempo, como marabunta, tampoco es bueno. Recogí mis libros, tomé mis pertenencias, apagué mi computadora, el aire acondicionado y todo aquello que es mío, lo guardé y salí.
Afuera me encontré con Martha y Carmen, coordinadoras de carrera, nos alcanzó la maestra Soco, juntos caminamos a nuestros respectivos autos. El rector llegó y nos dio un mensaje alentador y que nos hacía falta oír. Nos quedamos charlando un ratito más, reímos, sí, reímos, y la maestra Soco dijo que esto era lo que nos hacía falta, reír en momentos así. Alcancé a escuchar que los semáforos no servían, así que fui a visitar a los papás de Mirna que viven a un lado de la papelería a las afueras de la facultad de medicina en el campus central, aquello era un caos de láminas tremendo; así que me estacioné a las afueras de la casa, por fortuna encontré espacio porque, en realidad, lo que la gran mayoría quería era irse de ahí y llegar a casa, con los suyos.
Ahí me esperé hasta que vi que la afluencia vehicular bajó y pude ir a casa, con mi gente, mi familia. La tranquilidad que da saber que tu gente está bien es inenarrable. El aspecto de la ciudad no lucía tan desolador como aquel enero de 2003, sin embargo, en los ojos de la gente veía terror, desazón, incertidumbre, asombro, espanto, estaban perplejos «supongo que yo no me veía mejor», nadie llevaba ya el cubrebocas porque la pandemia ha pasado a segundo plano, incluso hasta tercero. Varios semáforos estaban sin funcionar y, aunque la carga vehicular era mínima, sí se hizo un pequeño caos vial en una artería súper transitada que logré librar y llegar.
Estar en casa a salvo, ver que no sufrió «aparentemente ningún daño», abrazar a mi hijo y ver que mi mujer estaba bien y en calma han sido los mejores regalos que no tuve en este 24 de marzo que es día de mi cumpleaños. Ahí valora uno mucho la condición de estar vivos, de vernos reflejados en los corazones del otro.
Cuando yo viví mi primer sismo tenía siete años, a mi hijo le ha tocado a los cinco años tener esta experiencia; junto a mí estaba mi mamá que ahora reposa en los brazos del creador; con mi hijo estuvo, a su lado, su mamá quien le explicó lo que seguramente mi madre me dijo en aquella mañana fría de septiembre en la unidad habitacional Culhuacán, zona dos, edificio 10, entrada A, departamento 201.
E/ corazón es un cazador solitario escribió Carson McCullers pero cuando el corazón descubre a su tribu y se siente acompañado, de ser tan rojo se vuelve un
Corazón tan blanco, como aquella novela del recién fallecido Javier Marías.
¿Qué es lo primero que levantas del suelo después de un terremoto?
Cuando llegué a mi casa lo primero que levanté, luego de abrazar y besar a mi familia fue mi otro casco de los Dallas Cowboys, uno que, por fortuna, no se dañó ni le pasó nada…