Hoy en la mañana, al llegar a mi cubículo en la Facultad de Letras y Comunicación de la Universidad de Colima, la primera visita que golpeó tres veces la puerta de mi espacio fue una chica que me llevó un regalo: «el arete que traigo colgado».

Podría decir que no soy adicto a estar comprando aretes (aunque tengo una perforación). Cuando era adolescente me la hice sólo por y para llevarle la contra a mis padres (sobre todo a mi papá, con mi mamá nunca podría estar en contra porque era perderlo todo y tan güey no estoy).

Mi novia, en aquellos años, me acompañó a hacerla y me compró la arracada que cargué por muchos años en ese lóbulo.

Me gustan las arracadas, su forma y su nombre, a-rra-ca-da, me recuerdan a un personaje de una telenovela vieja que mi mamá veía, Corazón salvaje, el personaje era Juan del Diablo, un tipo rebelde, de cabellera larga y arracadas; yo añoraba con tener el cabello largo, pero no me dejaban, el arete tampoco, pero cuando llegaba a la casa me lo quitaba y santo remedio; en la escuela me lo ponía y santo remedio también.

Según yo, las chicas se enamoraban de tipos así, de cabello largo y arracadas y sí, hasta cierto punto.

El caso es no he sido fanático de andar comprando aretes, porque; en primer lugar, tengo que comprar los dos (he hallado pocos lugares, casi ninguno, donde sólo podrían venderme nada más uno, puesto que sólo tengo una perforación en el lóbulo de la oreja izquierda, según yo, muy rebelde), segundo; porque el que tengo y que he usado casi desde siempre, era una pequeña arracada de plata que se ajustaba bien, porque hasta eso, cuesta mucho trabajo andarse poniendo y quitando (pero sobre todo poniendo) arracadas y luego, para dormir, es muy incómodo con el aretón ahí, colgando.

En el 2020 falleció mi madre, antes de irse, me dejó sus pocas pertenencias de valor; ella casi no acostumbraba a tener joyería, pero la poca que tenía me la dejó a mí, entre ellas un par de arracadas de oro, pequeñas, que juré casi casi no quitarme y que he cumplido más o menos bien (salvo en algunos casos).

Este par de aretes de oro que me dejó mi mamá (obvio ella me dejó el par), me los he puesto desde que mi madre me los regaló. Sin embargo, el día de hoy, temprano, luego que, después de tres golpes a la puerta de mi cubículo me levantase a abrir y ver a Yuni en el quicio de la puerta y decirle que pasara, lo primerito que me comentó es que me traía un regalo y vi el arete, uno solo, dijo que lo hizo nada más para mí; (ella a veces se dedica a hacer aretes entre muchas cosas más como composiciones musicales y otros proyectos) yo le comenté que me lo iba a poner ahí mismo y así lo hice, repito, sobre el que ya tenía puesto.

Ella, por su parte, comentó que no sabía si la imagen (un pequeño desarmador) tenía poco o mucho que ver conmigo, pero me encantó y, tuvo razón en su juicio, la figura creo que no tiene nada qué ver conmigo porque soy malísimo utilizando herramientas.

Mi caja de herramientas es un pequeño portafolio donde guardo un martillo (que no sirve para mucho, pero me ha sacado de ciertos apuros domésticos), unas pinzas, un desarmador de intercambio de puntas, un flexómetro y creo que ya; y más bien esa caja de herramientas (si se le puede llamar así) es de mi esposa… y cuando le digo que me voy a hacer de una verdadera caja de herramientas ella sólo me mira displicente y agrega, «Ay, Llanesitos, ni siquiera vas a saber utilizar nada de lo que ahí venga»… y tiene mucha razón; pero ahora la gente que me vea caminando por ahí, con mi desarmador en la oreja, pensarán que soy un gran obrero, un constructor o que domino con cierta destreza el arte de utilizar, manipular y operar cualquier tipo de herramienta. Aunque no sea cierto del todo.

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