Por Luis Enrique López Carreón
Dirigente del Movimiento Antorchista en Colima
Una transformación no necesariamente es una Revolución. Revolución, es un cambio social radical organizado y masivo, generalmente no exento de conflictos violentos, para la sustitución de un sistema político o modo de producción por otro distinto. Transformación, por el contrario, supone cambiar sólo la forma al modo de producción que da sustento al sistema, para prolongar precisamente su existencia misma.
El historiador catalán Josep Fontana, afirma en una de sus obras escrita en 2013, que, desde el siglo XVIII, la visión que se había sostenido a cerca de la evolución del ser humano estaba siempre indisolublemente asociada con el progreso. Esta era la idea que había conducido a los historiadores a trazar el cuadro de la evolución de la humanidad como un ascenso permanente sin interrupciones, desde la revolución neolítica que había visto nacer la agricultura y la civilización, hasta la revolución industrial, que había multiplicado nuestra capacidad productiva.
Pero, ya desde la Revolución industrial surgida en Inglaterra a mediados del siglo XVIII, y confirmado luego con la derrota de la monarquía en la Revolución Francesa (1789-1799), se puso de manifiesto que, no es lo mismo hablar de crecimiento económico, que de desarrollo social y humano.
En relación a esto, se sabe que el súbito incremento de la producción de riqueza mundial se dio sobre todo en los últimos 250 años; y, con esto, el historiador catalán afirma que: “En algún modo es verdad que […] hemos avanzado también en los terrenos de las libertades y del bienestar de la mayoría, pero este progreso no es, como pensábamos, el fruto de una regla interna de la evolución humana, sino el resultado de muchas luchas colectivas. Ni las libertades políticas ni las mejoras económicas se consiguieron por una concesión de los grupos dominantes, sino que se obtuvieron a costa de revueltas y revoluciones”.
Y luego lo confirma así: “El crecimiento económico de Europa entre 1500 y 1850, por ejemplo, incluyendo en él la revolución industrial, lo habíamos integrado en nuestra visión de la historia como un paso adelante en el camino del progreso. Pero cuando de las cifras de producción pasábamos a la consideración de la suerte de los seres humanos, la imagen se transformaba en otra de retroceso. Durante muchos años nos habíamos basado en indicios diversos para analizar la evolución de los niveles de vida de la época de la industrialización”.
Y así fue, en efecto, por lo menos hasta antes de que apareciera la gran obra científica que sobre la formación económico-social de la humanidad, diera cima en 1867 el genio de Carlos Marx; quien puso de manifiesto la existencia, con el mismo desarrollo industrial, de la teoría de la lucha de clases, pues, “Todo mundo sabe que, en cualquier sociedad, las aspiraciones de los unos chocan abiertamente con las aspiraciones de los otros […]”; así dijo el genio en el prólogo a una de sus obras en 1857.
Y el mismo Fontana lo confirma en su obra: “De hecho, la mayoría de los avances sociales logrados en los siglos XIX y XX, desde la limitación de la jornada de trabajo o el salario mínimo y hasta el sistema de pensiones, unos avances de los que no sólo se beneficiaron los trabajadores sino el conjunto de la sociedad, se debieron a esta lucha: sin la fuerza negociadora de los sindicatos nunca hubiera habido [lo que se conoció después, como] `estado del bienestar´”.
La afirmación del marxismo y, por lo que vemos, confirmada también por Josep Fontana, se había visto reforzada con la manipulación del término “estado de bienestar” creado contra las clases dominadas por los ideólogos del imperialismo europeo y estadounidense, después de los años que van de 1945 a 1975 con la victoria sobre el fascismo en la Segunda Guerra Mundial. Pero, sobre todo, ya desde 1917, con la aparición en el mundo del primer Estado proletario conseguido en Rusia por el triunfo de la revolución bolchevique.
El escritor catalán lo dijo así: “De hecho, toda la historia del siglo XX, desde 1917 hasta los años setenta, estuvo condicionada por el gran miedo al comunismo, agravado al producirse la crisis económica de los años treinta, con sus secuelas de paro y hambre, que parecían anunciar la caducidad del capitalismo”. Y luego agregó: “[…] este mismo miedo dio también pie a políticas que querían mantener la versión liberal del proyecto de progreso social, con la introducción de medidas reformistas, como las que F. D. Roosvelt planteó con el New Deal (nuevo trato) en los Estados Unidos, que continuarían vigentes después del fin de la guerra”
“Y la verdad es que, por lo menos en el plano de las relaciones entre el capital y el trabajo, las cosas comenzaron bien en esta “edad de oro del capitalismo” que se suele fechar entre 1948 y 1973”; así lo afirmó Fontana.
Y dijo más: “pero hacia 1975 parecía claro que el triunfo de la Unión Soviética en la guerra fría era imposible, y que no había que temer al comunismo; [y el New Deal llegó a su fin]. No era necesario seguir pactando: había llegado la hora de restablecer la plena autoridad del patrón como en los primeros tiempos de la industrialización, cuando no había límites para las horas de trabajo exigidas, ni se negociaba por los salarios. Así comenzó lo que Paul Krugman llamó “la gran divergencia”, el proceso por el cual se produjo el enriquecimiento gradual de los más ricos y el empobrecimiento de todos los demás, que sigue en plena vigencia en la actualidad”.
Y sigue: “Esta “gran divergencia” que anunciaba el fin de una época de paz social no nació por causas económicas, por la dinámica de los mercados o por los avances de la tecnología, sino por causas políticas: la manipulación de leyes y las reglas por obra de quienes podían pagar negociadores, legisladores y abogados para realizar sus encargos. Los empresarios lograron así el control de una política que se compra y se vende, y consiguieron bloquear las leyes que podrían obligarles a aumentar sus costes. […] Los políticos cumplen además su cometido encargándose de rebajar sistemáticamente los impuestos a las grandes fortunas, y toleran las argucias legales que los más ricos utilizan para no pagarlos”.
Hasta aquí dejo lo que conviene rescatar, por sernos de suma utilidad para los tiempos que vivimos, de la obra que hemos referido.
Hace unos días, el país se conmocionó electoralmente para entregar casi todo el poder de la nación a una mujer y su partido, que promete instaurar “el segundo piso de la Cuarta Transformación” inventada por su mentor. Pero ya vimos lo que significó hasta nuestros días “la gran divergencia” definida por Krugman. La Transformación que busca la presidenta electa, ¿transformará en más ricos a los ricos conforme al mandato del imperialismo norteamericano?, o, por el contrario, ¿revivirá un New Deal sólo para los mexicanos? Esperemos al veredicto de la historia.
Colima, Col., a 6 de junio de 2024